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domingo, 6 de febrero de 2011

El Gordito


-Hazte a la idea -me dijo mi padre anoche cuando me recogió en la estación de tren de Sevilla- de que al Gordito le queda poco. Lleva toda la semana con ataques; ya ni puede andar, ni quiere comer. 
-¿Por qué no me lo habéis dicho? -yo estaba más triste que enfadada. 
-Estabas de éxamenes...

Cuando llegué a mi casa, lo primero que hice fue entrar en el lavadero a verlo. Estaba echado en su camita, tapadito con una tela que reconocí como un trozo de una bata que había sido mía, desmadejado como un muñeco viejo que alguien hubiera perdido. Estaba en los huesos, mucho más delgado que la última vez que lo había visto, en Navidades; había perdido todo lo que había recuperado desde el verano, después de que le diagnosticaran una afección de los riñones irrecuperable. Desde entonces ha estado con medicación diaria y dieta especial, con lo que recuperó algo de peso y la frecuencia de los ataques y desmayos bajó bastante. La veterinaria, cada vez que íbamos a por una caja nueva de Ipakitine, se sorprendía de que aún estuviera vivo; los niveles de creatinina de los análisis eran como para que le quedara una semana de vida.

Pero esta semana había empeorado de gople. Dicen que los animales presienten cuando les va a llegar el momento, y recordé a la Olivita antes de su operación. Estuve acariciándolo mientras se agitaba y maullaba débilmente, quizás ya agonizando. 

Toda la noche estuve soñando con gatos. Con mis gatos. 

A la mañana siguiente, mi madre vino a despertarme. 

-El Gordito... -en ese momento supe lo que seguía, pero aun así esperé a que terminara de hablar- parece que ha esperado a que vinieras para morirse. Esta mañana me lo he encontrado, y ya estaba frío. 

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